Amaneció en Bogotá. Un cielo muy azul, sin nubes, un típico miércoles de julio. Son las seis de la mañana. En la plaza de Bolívar, pocas personas, algunos que se ejercitan en la ciclovía. Los vendedores que llegan con sus frutas, y ahora llega el hombre de los globos. Un viento delicioso y gélido se hace presente, formando pequeños remolinos con trozitos de hojas de los pocos árboles cerca de la plaza. Palomas vuelan de un lado a otro, buscando cositas para comer.
Todos los días Carla iba sola a su trabajo. Empezaba su día así: salía de su casa, un apartamiento sencillo en el centro de la ciudad, seguía la Carrera 9 y cruzaba la plaza hacia la Calle 10. Pasaba por la Capilla del Sagrario, rogaba a Dios su protección diaria y iba hacia el Museo Militar, donde en frente se ubicaba su oficina. Era uma mujer hermosa, todos le fijaban mirada por donde pasaba, pues era nítido que no era colombiana, por su manera y caminar diferentes. Era arquitecta, tenía un talento increible, sabía crear y hacer de las dificuldades las mejores oportunidades para ascensión. Trabajaba muchisimo, no salía de la oficina antes de la puesta del sol.
Ella estaba dentro de sus pensamientos, haciendo el planeamiento de un día más de trabajo, portando en los brazos miles de hojas con sus proyectos. Se distraió un rato y un viento fuerte le lamió las hojas sueltas y las hizo volar en medio a la plaza. Las palomas que allí estaban se asustaron con las que todavía bailaban en el aire, volando para lejos, y despues volviendo, sin vergüenza que son. Carla se rió y se puso a recoger las hojas, cada una más lejos que la otra, haciendo un ejercicio mañanero que no costumbraba hacer. Mientras se reía, fue ayudada por un hombre sin que lo percebera.
Cuando terminó, bajandose al suelo para recoger la ultima hoja, la mano del hombre tocó a su brazo. Su risa se cerró como sus ojos. Lo reconoció. La sangre se huyó de su faz, que de rosada se volvió blanca; empezó a temblar y acordar de cosas que ya estaban sepultadas.
Gustavo. Qué diablos este hombre estaba haciendo en Bogotá? No, hagamos la pregunta de nuevo: ¿Qué diablos él estaba haciendo en Colombia, Dios? El temblor de Carla no cesaba. Vinieron a su memoria los mejores y peores recuerdos de su vida al lado de él, en aquellos microsegundos en que miraba la faz ahora sufrida de él.
Él la conoció em Lisboa, ciudad donde ella nació y siempre había vivido. Él era ingeniero civil, argentino, hablaba portugués con dificuldad. Como los dos iban a trabajar en el mismo proyecto, Carla lo ayudó con la lengua, y ya sabemos que el lenguaje del amor es universal. Lo fue a primera vista.
Gustavo sabía que solo iba a quedarse em Lisboa por dos años en aquel proyecto, por eso no empezaron una pareja de inmediato sino al cabo de seis meses. La pasión fue más fuerte que todo, hasta que la compañía porteña lo llamó de vuelta. Él quería quedarse con Carla, y la pidió em matrimonio. Ella no hablaba bien el español, pero cuando su suegra les llamaba al teléfono, ella no la comprendía, y de lejos la madre de Gustavo la ayudaba. Y se fueron así a Buenos Aires.
Tuvieron un hijito, Guillermo, que se murió de leucemia a los dos años de edad. No que hubieran sido malos padres, pero la enfermedad fue tan fulminante que no los dió tiempo de reaccionar, solo pudieron dar al hijo un ratito de vida digno y una muerte serena.
Ah, el dolor de una madre! El peor dolor para un ser humano, la “orfanidad” de un hijo. Carla no fue más la misma. No logró más trabajar, tenía depresión, palpitaciones, trastorno de pánico, fiebre sicológica. Todos los días soñaba con él, a veces él le aparecía llorando, sentiendo el dolor del tratamiento de la leucemia; de otras veces lo veía en el cielo, cándido, como un angelito, diciendo que estaba bien, que Dios le cuidaba y que igual iba a cuidar de su papá y su mamacita amada.
Aún muchos meses despues todos los días Carla visitaba la habitación de Guillermo, lo veía a dormir, acercabase de la camita, pasaba las manos por las sábanas, sentíales el olor, abrazaba las almohadas. Lloraba y volvía a su habitación, donde la esperaba un Gustavo cada vez más seco y sin ganas para nada. Ella no sabía si él estaba así aún por la pérdida del hijo o si ya no la amaba más.
Así lo fue por dos años tras la muerte del niño. A veces Carla estaba tranquilla, calma, a veces se desesperaba, pero luego todo se volvía al normal. Perturbada y cansada, solo tenía en Gustavo y su madre el apoyo que necesitaba para mantenerse viva, pues a veces no tenía ni hambre ni sed.
Carla lo fue superando de poco en poco. Casi tres años despues, cuando pensaba ya estar lista para retomar la vida y trabajar, pila que era, un nuevo golpe se hizo en su vida. Gustavo no suportaba más toda aquella situación. Pidió a Carla que volviera a Portugal, que no podría más quedarse con ella, que ya amaba a otra mujer, que ya se había acostado con la otra. Decía que Carla ahora era una mujer sin vida y sin fuerzas, y que debería irse porque ya no podría más mirarle en sus ojos, porque no aprendió a amarla verdaderamente como lo creía en el comienzo, que todo fue solo pasión, pero ahora ya no más existía.
Ella se quedó en choque. No creía que aquel mismo hombre que le sacó de Portugal, tan cariñoso, inteligente, guapo y gentil la estaba haciendo de idiota. Llegó a pensar que era una broma, solo un juguete de él para intentar salvarles la pareja. Pero no. No podía creer que él la estaba abandonando despues de años juntos enfrentando las dificuldades. Cierto, tras la tragedia los dos no fueron más los mismos. Y eso ya no lo era así. Empezó a pensar en sus valores, había cambiado de país, de cultura, de idioma por este hombre. No creía que hubiera salido de Portugal en vano y dejado a sus padres, amigos, su gente por algo que no valera la pena. No logró hacer nada sino decir a Gustavo que todo bien, que se iba, pero él nunca más volvería a verla. Preparó las maletas y se fue, sin decir a nadie su destino tampoco cuando iría. No lloró en aquel rato, pero en el avión, sí, lloró como un niño. Todo estaba acabado.
Cumplió su promesa no volviendo a Portugal, porque sabía que era seguro si Gustavo se arrepentiera, allí sería el primero lugar en que la buscaría. Fue, entonces, para Sao Paulo, Brasil, donde creía que no tería dificuldades de integración, ya que podería obtener trabajo sin la barrera del idioma. Como era una gran y talentosa profesional y muy pila, luego conoció a dos arquitectas cheveres, que le ayudaron de pronto. Alquilaron un apartamiento pequeño y dividían las cuentas. En un rato las tres ya tenían una oficina propia, y así Carla pudo salir de esse apartamiento para otro mayor y más confortable.
Pero algo decía a Carla que su corazón no estaba en Argentina, Brasil o Portugal. Sabía que no debería volver allá. Rogaba a Dios que le diera una luz, un nuevo trabajo, un nuevo proyecto. Y sabía esperar, sabía que su hora iba a llegar.
Cuando menos lo esperaba, conoció a una ingeniera que le hizo una propuesta irrecusable. Era un proyecto de dos años en Bogotá, con buenas posibilidades de remuneración. Carla no pensó dos veces. Agradeció a las amigas por todo y se fue para Colombia dentro en quince días.
Su corazón se calmó solo al pisar el suelo de El Dorado, en la salida del aeropuerto. Sentió el aire de la montaña, lo respiró profundamente, un sentimiento de paz le invadió el alma. Estaba en el lugar cierto.
Realmente la propuesta de la ingeniera era todo y hasta más de lo que pensaba. La compañía le ofreció buenas condiciones, fue bien recibida por los compañeros de trabajo. Tras un año logró comprar su apartamiento, se enamoró de la ciudad y ahora no la dejaría más. Hubiera encontrado su corazón en aquella gente sencilla y trabajadora de Colombia. Superó a la muerte de Guillermo, la salida de Argentina, la separación de Gustavo. Fue feliz en Brasil, pero ahora lo era aún más en Bogotá. Trabajaba con dedicación y no pensó más en volver a Portugal.
Mientras tanto, la compañía porteña envió a Gustavo para otro trabajo en el extranjero. Desta vez en Colombia. Estaba en Barranquilla y, tras el fin de la obra, ahora estaba en paseo por la capital colombiana.
Cuando Carla se bajó para recoger la ultima hoja, su rostro se elevó en el mismo nivel de lo de Gustavo, que también la recogía. Los ojos de él se llenaron de lagrimas. Ella añadió esta a las otras hojas que ya portaba en el brazo. Él la miró con ternura, le tocaba el brazo, hablaba un portugués nitidamente ya olvidado, con acento porteño, intentando hacerse comprender. Carla solo lo miraba, seria, mientras él hablaba de su amor. Le pidió perdón, quería volver a vivir con ella, sabía que ella era la única mujer a quién verdaderamente hubiera amado. Ella no le dijo nada, no contestó, no lloró. Una mezcla de odio y desprecio le tomó el corazón.
Simón Bolívar les fue testigo. En el corazón de Carla el desprecio crecía aún más. Miró de nuevo a la faz sufrida de Gustavo. Hizo un gesto para que él no la tocara. Salió de su presencia, en disparada por la Carrera 7, dejando que las hojas sueltas volaran por toda la plaza de Bolívar con el gélido viento bogotano de las montañas.